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sábado, 3 de noviembre de 2018

DOMINGO 4 DE NOVIEMBRE




VIDA NUEVA
31 domingo del tiempo ordinario
EL MANDAMIENTO PRINCIPAL
Evangelio: San Marcos 12, 28-34:
Significativamente Marcos deja como última pregunta la que versaba sobre lo fundamental de la ley. Jesús había discutido con  los saduceos sobre la fe en la resurrección. Durante esa discusión habían estado presentes algunos fariseos y escribas, adversarios de los saduceos en ese punto. La respuesta que les dió Jesús a los saduceos le gustó a un fariseo, maestro de la Ley, que se dio cuenta de la gran sabiduría de Jesús. Por eso, aprovechó a oportunidad para interrogar a Jesús sobre «el primero de los mandamientos».
En aquel tiempo, los judíos tenían una gran cantidad de normas para reglamentar en la práctica la observancia de los Diez Mandamientos de la ley de Dios. Los estudiosos habían hecho una lista de 613 preceptos. Algunos decían: «Estas normas tienen todas el mismo valor, porque vienen de Dios. No nos compete introducir distinciones en las cosas de Dios». Otros respondían: «¡No! Algunas leyes son más importantes que otras y por esto, obligan más». El doctor quiere conocer la opinión de Jesús. «¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?». Tema muy discutido y muy polémico en la época.
¿Sería una pesada y confusa lista de mandatos o habría una palabra central que diera unidad a todo ese acopio de enseñanzas? ¿Un punto clave que resumiera y hacia el que toda la vida estuviera dirigida? La cuestión tenía un interés práctico indudable.
La respuesta de Jesús no se reduce a recitar el texto de todos conocido del Deuteronomio, escuchado en la primera lectura. Esa palabra salía de lo hondo de su experiencia encarnada, de lo profundo de su corazón y de su alma de hombre. Ese Dios que hay que amar con toda la vida es su Padre, el que lo ama, aquel con quien él es verdaderamente uno. Jesús es aquel que ha amado a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todo el ser, incluso es el único en la historia que ha dado la dimensión total del amor a Dios, de esa fuerza poderosa que identifica. Y nadie como él ha amado al hombre, de quien se ha hecho prójimo, en la encarnación. Dio la máxima medida del amor al prójimo.
Dios nos amó primero, nos dice san Juan. Para ser verdadero, el amor se recibe y se ofrece. Ese amor inicial de Dios igualmente nos capacita para amar. El libro del Deuteronomio apremia al israelita de la primera alianza a amar a Dios habiendo sido testigo del amor de Dios. Lo ha experimentado, lo ha vivido. Pero el amor que Dios pide no es transitorio ni secundario. Es el amor que expresa la totalidad de la persona. En él el hombre debe entregar su corazón, su alma, sus capacidades todas. En una palabra: debe entregarse.
Pero Jesús añade una palabra menos corriente en el medio que lo escuchaba: ese amor se manifiesta en el amor al prójimo que le es inseparable. San Juan nos comentará: El que dice que ama a Dios y no ama a su hermano es un mentiroso. No tenemos dos amores: uno grande para Dios y otro mezquino para los prójimos. Cuando alguien nos ama de veras nos está diciendo que Dios nos está amando. Cuando negamos nuestro amor al otro le estamos negando no sólo nuestro amor sino el amor de Dios que a través de nosotros quiere llegar a él.
El escriba se muestra de acuerdo con Jesús y concluye: «Muy bien, Maestro; tienes razón al decir que Él es único y que no hay otro fuera de Él, y amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios». Es decir, el mandamiento del amor es más importante que los mandamientos relacionados con el culto y los sacrificios del Templo. Esta afirmación viene de los profetas del Antiguo Testamento. Hoy diríamos que la práctica del amor es más importante que las novenas, las promesas, las misas, los rezos y las procesiones.
Jesús mira con benevolencia a ese escriba que lo interroga. Es una voz sensata en medio de tanta contradicción. «No estás lejos del Reino de Dios», le dice. ¿Qué le falta? Entregarse a Jesús por la fe, aceptarlo en su misterio y hacerse discípulo hasta la muerte. Es el desafío para él y para nosotros. Los discípulos tienen que ponerse en la memoria, en la inteligencia, en el corazón, en las manos y en los pies esta ley mayor, pues no se llega a Dios de no ser a través la entrega total al prójimo.

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