Evangelizar es luchar contra
el mal
De nuevo nos reúne la Palabra
alrededor de la Eucaristía, para invitarnos a dejarnos encontrar por Dios en
medio de las situaciones adversas en que nos encontramos, agobiados por tantas
tormentas que nos zarandean y amenazan con hacer naufragar nuestra fe y nuestra
esperanza. Encontremos en la Palabra la clave y el sentido de las crisis que
debemos afrontar hoy, como personas y como sociedad. – Domingo 12 del tiempo
ordinario.
LECTURAS:
Job 38, 1.8-11: “¿Quién le
puso diques al mar cuando irrumpía desde el seno de la tierra?”
Salmo 107(106): «Den gracias
al Señor, porque es eterna su misericordia»
2 carta de san Pablo a los Corintios. 5, 14-17: «El que vive con
Cristo es una creatura nueva»
San Marcos 4, 35-4l: «¿Por qué
están con tanto miedo?»
El riesgo de ir con Jesús
Como discípulos del Señor
debemos aprender que seguirlo entraña vivir con él toda esa experiencia. En
nuestro caminar de discípulos encontramos tempestades que amenazan nuestra
entrega de fe al Señor, nuestro mismo amor a Dios y a los hermanos. Nos vienen
de fuera: todos los obstáculos y fuerzas que contrarían la acción evangelizadora
de la Iglesia y por tanto la nuestra. La historia está llena de mártires de la
fe. Pero también es el drama que vivimos en lo profundo de nuestro corazón.
Hondas horas de oscuridad, de desánimos, de frustraciones, de interrogantes
ante situaciones que nos parecen absurdas e inexplicables. No podemos olvidar
que Jesús va en la barca. Parece desapercibido pero su poder que engendra
serenidad está ahí. Es posible que en lo íntimo de nuestro corazón oigamos el
reproche que nos dirige: - cobardes y de poca fe. La fe y el temor se excluyen.
Decía Jesús a los discípulos en su despedida: Tengan fe, yo he vencido el mundo.
La fe destierra el temor.
Pero cuando hay temores en el
corazón podemos reconocer que nuestra fe es débil y vacilante. El beato Juan
XXIII decía: El que cree no tiembla. La invitación que hoy nos hace el Señor es
ir al mundo en que vivimos a enfrentar los mismos males y situaciones que vive
el hombre actual. Arriesgar incluso la vida por llevar la palabra liberadora
del Evangelio. No olvidemos que lo hacemos en Iglesia, en comunidad de fe,
presidida por el mismo Señor. Esto nos debe llenar de fortaleza y de confianza.
Es nuestra hora, la hora de los testigos y de los apóstoles.
Misión actual
No es solo una historia del
pasado. Es el presente de la Iglesia, de cada uno de nosotros los bautizados.
Todos esos pasos se dan en nuestra experiencia de Dios. Bautizados hemos entrado
en el plan salvador de Dios, en su barca. Hemos crecido oyendo hablar de él, de
Jesucristo. Quizás hemos hecho ya un encuentro adulto, de fe madura, en él. Nos
compromete con una misión que no es distinta de la suya. En nosotros prolonga
él hoy su misión de servicio del hombre para su bienestar y su salvación final.
Somos no solo pasajeros de su barca sino remeros de primera línea.
Enfrentar tempestades
Nuestra misión choca
fuertemente contra obstáculos. Los hay en nosotros mismos, en nuestro mismo corazón.
Algunos nos vienen del exterior. Es la tempestad que nos hace llegar al límite
de nuestras capacidades: la pandemia y el conflicto social que causa tanto
daño. Tenemos dos opciones: o rendirnos y abandonar la lucha y la misión;
renunciar al esfuerzo por llevar una vida cristiana intensa y comprometida; desanimarnos
ante la violencia del mal que se opone a nuestra lucha. O entrar por la fe, en
el poder mismo de Dios. Alguna vez dijo Jesús a sus discípulos: «Si tuvieran fe
como un grano de mostaza dirían a ese árbol que se arrancara de raíz y se
plantara en el mar y les obedecería». La fe nos hace salir de nuestra debilidad
para entrar en el dominio de Dios.
Todo porque, como nos dice san
Pablo en la lectura de hoy: «El que vive en Cristo es criatura nueva». Entra en
la vida de su Cuerpo que es la Iglesia y se deja actuar por él. La Iglesia
siente hoy la fuerza opositora del mundo al Evangelio de la salvación. Hay poderes
grandes que se enfrentan a su misión. Algunos proponen un mundo sin Dios. Lo
quieren silenciar incluso en el corazón de hombre. La violencia y la injusticia
son fuerzas opuestas al amor universal y a la lucha por el derecho de todos a
una vida digna con que la Iglesia está comprometida en el nombre de Dios. No
podemos sentirnos ajenos a esa lucha. La Iglesia que batalla por el hombre
según la voluntad divina somos nosotros todos. Esa lucha se da en la medida de
nuestra vida, en el campo en que nos toca vivir. Es necesario que, sabedores de
que la lucha es de Dios y no solo nuestra, que Cristo nos acompaña siempre en
la nave de la Iglesia, que el triunfo final será siempre de Dios, nos
comprometamos a vencer y a seguir adelante en la búsqueda del hombre y sus
necesidades para llevarle esperanza y remedio propicio.
Lo que nunca nos debe ocurrir
es que, faltos de una fe fuerte y comprometida, abandonemos la lucha que es
lucha de Dios en el hoy que nos toca vivir. A pesar de los obstáculos, de la
fuerte tempestad, hay que pasar a la otra orilla donde nos aguarda el hombre deshumanizado,
la mujer marginada, la niña que acaba de morir. Todos ellos ponen en nosotros
su esperanza.
Contemplemos con el Papa
Francisco:
«Desde hace algunas semanas
parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras
plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo
de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso:
se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos
encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio,
nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que
estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo
tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos
necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos
discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos”,
también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta,
sino sólo juntos. La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al
descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos
construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos
muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y
da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. La tempestad pone al
descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de
nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”,
incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos,
privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad.
Con la tempestad, se cayó el
maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre
pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa
(bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa
pertenencia de hermanos.
LA PATRONA DE LA ARQUIDIOCESIS
DE CALI
Hoy celebramos, con especial
alegría, el día de Nuestra Señora de los Remedios, patrona de la Arquidiócesis
de Cali. Vemos en María, que supo acoger la Palabra de Dios, que fue brazos
abiertos, ojos y corazón sensibles para ver las necesidades de los demás. Han
pasado en el mundo, los más duros tiempos de crisis y epidemias, de guerras y
pobreza, de tristeza y penuria… y ahí sigue firme, nuestra Madre, María,
derramando amor a todo el que va a su encuentro a buscarla, consolándonos
cuando más tristes estamos y poniendo remedio a todos los males que acechan a
nuestra nación. Recurramos, pues, con mucha esperanza a Aquella Mujer,
peregrina de la fe y consuelo de todos aquellos, que buscan su remedio.
Participemos con gozo de esta celebración en nuestras Parroquias.
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