“Perdónales
poque no saben loque hacen”
Con la entrada de Jesús en
Jerusalén damos comienzo a la Semana Santa. Con alegría y cantos; con palmas y
ramas de olivo en nuestras manos evocaremos el momento en el que Jesús entra
sobre un borrico en «la ciudad de la paz». Ciudad que es el marco físico donde
se desencadenan los acontecimientos de su pasión y muerte, tal y como
escucharemos en este día en el relato de la Pasión según san Lucas, y como
iremos contemplando a lo largo de toda esta Semana Mayor. Por ello, dado que el
evangelio de hoy es la Pasión, sería conveniente proclamar al comienzo de la
celebración -como nos indica la liturgia de este día- el relato donde Lucas nos
narra esta escena, es decir, el momento de la entrada triunfal en Jerusalén (Lc
19, 29-40). Si nos adentramos en el texto veremos que el evangelista no nos
muestra un Mesías envuelto en boato, triunfante y poderoso que llega con
autoridad a la presencia de sus súbditos. Más bien, es todo lo contrario. Y el
borrico es señal bien clara de esto que intentamos decir, en tanto que muestra
una imagen humilde y sencilla. Y es que de haber optado por un caballo, por
poner un ejemplo, podría trasmitir ánimo de guerra cual emperador hambriento de
conquista y poder de sumisión. Pero Jesús no busca promover guerreros ni
imponer impuestos. Como tampoco pretende ser temible y terrible. Jesús de
Nazaret, por puro amor, atraviesa una de las puertas de acceso a la Ciudad
Santa para que se pueda percibir una nueva imagen de Dios que, con la grandeza
y esplendor de su humildad, quiere acercarse al ser humano. Así pues, sublime
pórtico de celebración, para vivir y sentir toda esta intensa semana, el de
este Domingo de Ramos. Porque desde la humildad se nos va a mostrar la fuerza
que posee el amor de Aquel que murió en una cruz, para que la esperanza y la
alegría no desaparezcan de la faz de la tierra
Reflexión del Evangelio de hoy
Tres palabras sobre la Pasión
según San Lucas: perdón, hoy y espíritu
Quizá hoy no es muy
recomendable hacer largas homilías. El relato de la pasión según San Lucas es
tan rico en contenidos que cada detalle que encontramos, por pequeño que sea, y
cada reacción de los diversos personajes que aparecen, bien podría dar pie a un
comentario homilético por la profundidad y riqueza espiritual que trasmiten.
Pero no es posible emprender tal empresa en este breve espacio. La lectura
reposada y nuestro escuchar orante el relato lucano durante la celebración
litúrgica de hoy, nos harán descubrir cómo la actitud de Jesús es de serenidad,
perdón y entrega absoluta a las manos de Dios. Sin embargo, sí estimamos
oportuno detenernos aquí en tres palabras. De todos es conocida la expresión
«las siete palabras». Dicha expresión hace referencia a las últimas que
pronunciara Jesús en la cruz según nos cuentan los relatos evangélicos. Hay
expertos en espiritualidad que, partiendo de estas palabras, ven la cruz como
una verdadera cátedra y a Jesús como un conmovedor orador. Pues bien, Lucas, en
concreto, nos ha dejado tres de esas últimas palabras: «Perdónales porque no
saben lo que hacen» (Lc 23,34); «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43);
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Vamos a intentar
acercarnos, brevemente, a cada una de ellas.
«Perdónales porque no saben lo
que hacen» (Lc 23,34)
Esta palabra parece no encajar
en lo que está ocurriendo. Porque, si nos paramos a pensar con detenimiento,
¿en qué cabeza cabe que después de ser traicionado y negado; después de recibir
golpes y burlas y justo en el momento de ser clavado en la cruz, la primera
palabra que salga de los labios de Jesús sea «perdón»? ¿Cómo antes de buscar
cobijo y amparo para su madre -que intuimos observaba todo (cfr. Lc 23, 49)- es
más, cómo antes de confiar su espíritu al Padre lo primero que suplica e
implora es compasión para sus verdugos? En los cálculos mentales humanos es
prácticamente impensable que pueda ocurrir semejante situación. Sin embargo,
hay biblistas que afirman que esta palabra no solo es clave dentro del relato
evangélico, sino necesaria, imprescindible, vital. ¿Por qué? Pues porque es la
que hace que el texto se ajuste no a los cálculos humanos, sino a los de Dios.
El tema del perdón es fundamental en el evangelio de Lucas. La conocida como
parábola del hijo pródigo (cfr. Lc 15, 11-32), entre otros relatos,
ejemplifica, y de qué manera, esto que decimos. Por ello, lo que podemos
contemplar en esta palabra es que Jesús, en el momento de mayor dolor físico,
abandono afectivo y sufrimiento racional sigue siendo coherente con su
predicación y nos ofrece su propio ejemplo. No echemos en el olvido que Jesús
de Nazaret, después de proclamar el mensaje de las Bienaventuranzas en el
sermón del llano (cfr. Lc 6,20-26), la primera indicación que lanza es «amad a
vuestros enemigos, tratad bien a los que os odian; bendecid a los que os
maldicen, rezad por los que os injurian» (Lc 6,27-28). Y es que Jesús, al
extender sus brazos en la cruz acoge tanto a amigos como enemigos. Porque es
así como podrá condenar todo odio, toda ira y toda cerrazón y dureza de corazón
del ser humano de todos los tiempos.
«Hoy estarás conmigo en el
paraíso» (Lc 23,43)
Solo Lucas pone voz al que se
conoce como «buen malhechor». Los otros evangelistas -Mateo y Marcos- sobre los
dos «ladrones» indican que se unían, desde sus patíbulos, a las ofensas y
reproches que las autoridades tanto civiles como religiosas proferían contra
Jesús. Pero en Lucas hemos de centrarnos en la actitud del bueno. Y en él
podemos descubrir que era consciente de la injusticia que se estaba cometiendo
con Jesús. Y no solo eso. También sabía que su destino -el de Jesús- iba a ser
dichoso porque traspasa las fronteras de este mundo colmado de tanto malhechor
y sinvergüenza. ¡Qué paradoja! ¿Quién iba a pensar que un absoluto desconocido;
un maleante, delincuente culpable de delitos graves y condenado a muerte por
ello, fuera el que reconoció a Jesús como portador de un Reino de felicidad
plena en el que nadie, por muy inmoral que haya sido, es olvidado para siempre?
Mientras que Pedro, el amigo, el confidente, el incondicional dispuesto a todo,
incluso a lo más extremo (cfr. Lc 22,33), había negado rotundamente pocas horas
antes, conocer siquiera la existencia de Jesús. Sabemos que bastó una mirada
directa (cfr. Lc 22,61), indescriptible, pero con toda seguridad colmada de
amor y ternura, para que el primer Papa de la historia reconociera la gravedad
de su pecado: negar a Dios. Por ello, esta palabra dirigida al buen malhechor
nos ha de llevar a contemplar que en una vida repleta de errores siempre va a
estar presente la posibilidad de transformación. Porque la conversión nos habla
del hoy misericordioso de Dios que, actuando en la historia, cambia la necedad
del hombre por conocimiento y sabiduría. Porque el buen malhechor no pidió un
puesto de honor en el Reino de Jesús, como otros se habían disputado (cfr. Lc
22,24). Eso lo había conseguido sin necesidad de pedirlo. Este delincuente solo
imploraba que fuese recordado por aquel en quien había descubierto, no la
posibilidad de ser indultado de sus delitos, sino algo mucho mayor a la par que
liberador. Porque la palabra que dirigió Jesús al malhechor bueno antes de que
ambos cerraran los ojos en este mundo, le abrió, en ese preciso instante, las
puertas de la felicidad plena para que su conversión sincera, su confianza en
Dios y su oración de petición fueran recordadas como ejemplo a seguir, por toda
la eternidad.
«Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46)
Antes de que Jesús pronuncie
esta última palabra, Lucas nos ha ido preparando para que descubramos que algo
grande va a ocurrir. Y es que el mundo se ha quedado a oscuras; y en el Templo,
el velo, ese que debía ocultar lo más sagrado, se ha roto por la mitad (cfr. Lc
23, 44-45). Por ello, después de esto, Jesús se lanza con una confianza
absoluta a los brazos del Padre. A diferencia de otros evangelistas en Lucas no
encontraremos grito alguno en este momento (cfr. Mt 27,50; Mc 15,37). ¿Es
importante esta distinción? Y otra cuestión. ¿Por qué Lucas ha puesto en labios
de Jesús el salmo 31 en lugar del salmo 22, como encontramos en otros relatos
(cfr. Mt 27,46; Mc 15,34)? La respuesta al interrogante planteado quizá sea que
Jesús, sin tener duda alguna, sabe que Dios jamás abandonará a nadie. Y menos
en momentos de sufrimiento, angustia y soledad. Así pues, en esta palabra hemos
de descubrir y contemplar el culmen de esa esperanza que Jesús de Nazaret había
mostrado siempre a lo largo de su vida con sus dichos y hechos. Sin embargo, la
realidad es que el mundo, en esa hora, ha quedado en tinieblas. La oscuridad lo
domina todo. Tan solo falta dar sepultura (cfr. Lc 23, 50-56). ¿Y ahora? ¿De
verdad que esta es la última palabra? ¿De verdad que no hay nada más que decir?
Sabemos perfectamente que la respuesta es no. Cristo ha entregado su espíritu.
Y aquí, en esta palabra -espíritu- está la clave. Porque será ahora el Espíritu
el que va a dar el impulso necesario para que la predicación del Evangelio
llene de luz la vida del ser humano. Para que descubra que hay una claridad
nueva más allá de lo conocido. En definitiva, para que el confiar del hombre
quede preñado de esperanza, y se siga lanzando, en cualquier situación de
adversidad, a los brazos del Padre.
No podemos alargarnos más. Tan
solo una última cosa. Mencionábamos al comienzo que la escucha atenta del
relato de la Pasión de Lucas nos haría descubrir la serenidad, el perdón y la
entrega absoluta de Jesús. Pues bien, ¿nos hemos dado cuenta de que el texto de
la celebración de este Domingo de Ramos no nos quiere trasmitir tragedia alguna
sino, más bien, el acontecimiento que da fuerza para que se colme de esperanza
toda la humanidad?
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