Preparar el camino del Señor
Nos preparamos para la llegada
del Señor Jesús. Y surge en nosotros el gran interrogante: ¿Qué viene a hacer?
Cuando un personaje nos visita trae de seguro un objetivo. Y cuando el que nos
visita es el mismo Dios, que nos llega en la condición humana, este
interrogante debe marcar nuestra existencia hasta el punto de decidirla. No ha
habido, no hay, no habrá visita más importante para el hombre y la mujer de
todos los tiempos que ésta. La respuesta a nuestra inquietud nos viene en la
Palabra de Dios que hemos escuchado.
El tema de este domingo es de
alegría y gozo en la perspectiva de una realidad salvífica esperada, pero ya
"misteriosamente" presente. Antiguamente se llamaba el Domingo
«Gaudete» («alégrense»), por la insistencia en el tema de la alegría y por la invitación
de San Pablo a «alegrarse en el Señor». En este clima se mueve la primera
lectura y el salmo responsorial. La segunda lectura es una invitación a la
alegría y el evangelio nos presenta el motivo o fundamento de la misma: la
venida del Señor. Presencia real y operante aunque pocos sabrán apreciarla y
tomar conciencia de que «En medio de ustedes está uno a quien no conocen». La
misión del Bautista es dar testimonio del Mesías que viene.
LECTURAS:
Isaías 61, 1-2a.10-11:
«Desbordo de gozo con el Señor »
Salmo: Lucas 1,46-50.53-54:
«Se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador»
1Tesalonisenses. 5, 16-24:
«Alégrense siempre»
San Juan. 1, 6-8.19-28:
«Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan»
Alegrémonos en el Señor
La alegría es uno de los
principales temas de las Escrituras; se lo encuentra por todas partes en el A.
y en el N.T. El mensaje de la Biblia es profundamente optimista: Dios quiere la
felicidad de los hombres; su éxito, su expansión, los quiere colmados de
abundancia y de plenitud. La alegría traduce, en el hombre, la conciencia de una
realización ya efectiva o todavía por venir. El mundo actual apenas conoce esta
alegría integral, que supone una profunda unificación del ser en la línea de su
existencia según Dios. Hay algunas alegrías propias del hombre moderno, por
ejemplo, la que procura la transformación de la naturaleza. Pero estas alegrías
quedan reservadas a unos pocos e incluso, generalmente, son dudosas. La mayor
parte de los hombres buscan la alegría en la evasión, el sueño y el placer, y
aceptan una vida cotidiana sin relieve y sin sentido. Las más de las veces el
hombre se encuentra destrozado en todos los sentidos, y muy pocos son los que
llegan a unir los múltiples hilos de existencia concreta.
Los cristianos deben saber que
la Buena Nueva de la Salvación es un mensaje de alegría. En un mundo rico en
posibilidades, pero, al mismo tiempo, sometido a contradicciones y tenido como
absurdo por algunos, deben comunicar a los que se encuentran a su alrededor la
alegría que ellos viven: una alegría extraordinariamente realista y que expresa
su certeza, basada en la victoria de Cristo, de que el futuro de la humanidad
se irá construyendo a través de dificultades y contradicciones aparentes.
Dios reserva la verdadera
alegría a los que se hacen pobres ante Él y lo esperan todo de su Dios y de la
fidelidad a su Ley. Nada puede entonces empañar esta alegría: ni la angustia,
ni el sufrimiento que, al contrario, pueden fomentarla. La alegría de Dios es
la fuerza de aquellos que lo buscan. La alegría del Evangelio es una alegría
que viene de lo Alto, pero que, al mismo tiempo, debe surgir de un corazón de
hombre: es una alegría divino-humana. Jesús es el iniciador definitivo de esta
alegría: esta alegría es pascual, ya que está, necesariamente, ligada al acto
último por el que Jesús expresa su obediencia al Padre dando su vida por todos
los hombres.
La alegría que experimentan
los cristianos se traduce espontáneamente en acción de gracias, ya que la
salvación por la que se alegran es, en primer lugar y ante todo, un don. Esta
dimensión de su alegría es completamente esencial: los cristianos saben que el triunfo
definitivo de la aventura humana depende radicalmente de la misericordia obsequiosa
de Dios Padre.
El anunciado por el Bautista
Los dos puntos clásicos del
tercer domingo de Adviento son la afirmación de la presencia de los tiempos
mesiánicos y la exhortación a la alegría que proviene de esta certeza. Por lo
que al primer punto se refiere, debe tenerse en cuenta el sentido profundo de
la misión de Juan Bautista, tal como aparece en el evangelio de este domingo.
Existe un proverbio - árabe o chino- que dice: «Si alguien te señala el cielo,
no te quedes mirando el dedo». Esto es precisamente lo que Juan Bautista quiso
decir a sus contemporáneos que le preguntaban quién era él y cuál era su
misión.
Juan los desengaña de una vez
por todas, afirmando con toda claridad que él no era el Mesías, ni Elías, ni el
Profeta que esperaban. Les viene a decir, por tanto, que no se fijen en él,
sino solamente en Aquel otro que él, como dedo índice, les está señalando.
La actitud de Juan Bautista es
la única que corresponde a los cristianos, tanto individualmente como Iglesia.
Su misión consiste únicamente en testificar o indicar la presencia de Cristo en
el mundo, procurando que su testimonio y su indicación sean tan transparentes
que los hombres no tropiecen en ella sino que descubran el rostro de Jesús.
Más aún: el testimonio de los
cristianos no se refiere a un Cristo que tuviese que imponerse desde fuera,
sino al Cristo que ya está misteriosamente presente desde siempre entre los
hombres. Exactamente como decía Juan Bautista a los que lo escuchaban: «En
medio de ustedes está uno a quien no conocen».
Nosotros, los cristianos,
hemos olvidado algunas veces esta característica esencial de nuestra misión y,
en lugar de querer pasar desapercibidos, hemos hecho todo lo posible por
constituirnos en el centro de la atención del mundo, hablando continuamente de
nuestros propios derechos y exigiendo privilegios y prerrogativas. Con
frecuencia hemos dado la impresión de que nos predicábamos a nosotros mismos,
en lugar de predicar únicamente a Cristo.
Es necesario que recuperemos
la actitud de Juan Bautista y nos convenzamos definitivamente de que no somos
sino solamente un índice que señala hacia Cristo.
Juan era la voz, Cristo es la
Palabra
«Juan era la voz, pero el
Señor es la Palabra que en el principio ya existía. Juan era una voz
provisional; Cristo, desde el principio, es la Palabra eterna. Quita la
palabra, ¿y qué es la voz? Si no hay concepto, no hay más que un ruido vacío.
La voz sin la palabra llega al oído, pero no edifica el corazón.
¿Quieres ver cómo pasa la voz,
mientras que la divinidad de la Palabra permanece? - ¿Qué ha sido del bautismo
de Juan? Cumplió su misión y desapareció. Ahora el que se frecuenta es el
bautismo de Cristo. Todos nosotros creemos en Cristo, esperamos la salvación en
Cristo: esto es lo que la voz hizo sonar. Y precisamente porque resulta difícil
distinguir la Palabra de la voz, tomaron a Juan por el Mesías. La voz fue
confundida con la palabra: pero la voz se reconoció a sí misma, para no ofender
a la Palabra. Dijo: No soy el Mesías, ni Elías, ni el Profeta.
Y cuando le preguntaron:
"¿Quién eres?", respondió: "Yo soy la voz que grita en el desierto:
"Allanen el camino del Señor.". La voz que grita en el desierto, la
voz que rompe el silencio. Allanen el camino del Señor, como si dijera:
"Yo resueno para introducir la Palabra en el corazón; pero ésta no se
dignará venir a donde yo trato de introducirla, si no le allanan el
camino".
La Iglesia es servidora
Ciertamente el evangelizador
cristiano tiene siempre presente que está haciendo el trabajo de Dios y no su
propio trabajo. El sabe que no puede convertir ni liberar por su propio
esfuerzo. La Bondad y la Gracia sólo vienen de Dios. El se sabe instrumento del
Espíritu de Dios, preparando el camino para la intervención divina. Por lo
tanto, por un lado el evangelizador es humilde (no es la figura central de la
evangelización), y por otro lado está lleno de esperanza, sabe que su trabajo
es necesario. Dios lo elige como un instrumento libre y efectivo y siempre
productivo aunque no sea capaz de percibir sus frutos: él sabe que la gracia de
Dios trabaja más allá de resultados verificables. En síntesis, Juan el Bautista
es el símbolo de la Iglesia y su misión.
La Iglesia sirve á Jesucristo
y su reino. Prepara sus caminos. La Iglesia predica el mensaje de Jesús y no
algo propio. La Iglesia no es Cristo y no puede tomar su lugar, pero la Iglesia
se mantiene necesaria como sacramento vivo de la gracia y los caminos de
Cristo.
El mundo puede despreciar la
Palabra: le estorba la luz, no es de la verdad, no quiere escuchar su voz. Pone
trampas a la Palabra, asesina a los profetas y hasta quiere indagar y «someter»
la Palabra. Los fariseos no fueron a escuchar la Palabra y sentirse juzgados
por Dios, sino a juzgar la Palabra y a juzgar a Dios... Por todas partes, y de
muchas maneras, se intenta amordazar la Palabra... con la disculpa de la
«libertad de expresión», o del derecho al «libre desarrollo de la personalidad».
En este contexto, el cristiano seguirá siendo el que da testimonio de la verdad,
para que le escuchen los que son de la verdad.
El síntoma de que el cristiano
cumple con su misión profética de testimoniar la verdad no es el número de los
que le siguen (la verdad nada tiene que ver con el número de personas que la
siguen), sino el hecho de que «lo persiguen»; de que no logra ser «profeta en
su tierra», de que «el mundo lo odia», porque «no es del mundo».
Relación con la Eucaristía
La celebración eucarística
constituye uno de los terrenos privilegiados en que debe comunicarse y
experimentarse, de alguna manera, la verdadera alegría. La ambición que persigue
la Iglesia al reunir a sus fieles en torno a las dos mesas de la Palabra y del
Pan es hacerles vivir por anticipado la salvación propia del Reino y la
fraternidad sin límites que lleva consigo. - En este sentido, la participación
eucarística es objetivamente fuente de alegría.
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