“TODO EL MUNDO TE BUSCA”
En la vida de cada día tenemos más o menos
organizada nuestras jornadas y nuestra relación con el Padre Dios. Hoy en la
Palabra de Dios se nos presenta como era la jornada de Jesús… Comenzaba de
madrugada con la oración, en comunión con el Padre y Jesús sacaba en ese
encuentro la fuerza anunciar la Buena Noticia, para sanar a los enfermos
después de acogerles con afecto dialogando con ellos. Y sobre todo para
mantenerse firme ante la tentación del mal y no sucumbir a un falso mesianismo.
Anunciar de balde el Evangelio es ser consciente de
la inmensa tragedia humana y llegar a ella vestidos de la palabra de Dios que
nos toma como somos, incluso llenos de debilidad como Job, porque “ay de mí, si
no anuncio el evangelio”.
LECTURAS:
Domingo 5 del Tiempo Ordinario - 4 de febrero
Lectura del
libro de Job 7, 1-4. 6-7:”Job habló diciendo:
«¿No es acaso milicia la vida del hombre sobre la tierra,
y sus días como los de un jornalero?;…”
Salmo 146, 1R. Alabad al Señor,
que sana los corazones destrozados.
Lectura de la primera carta del
apóstol san Pablo a los Corintios 9, 16-19. 22-23:”… No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio
el Evangelio!”
Ltura el santo evangelio según san Marcos 1, 29-39:·”… s. Así recorrió toda Galilea, predicando en sus
sinagogas y expulsando los demonios”.
Reflexión del Evangelio de hoy
Jesús aprovechaba todas las ocasiones para predicar
y dejar su evangelio a todas las gentes, enseñando la verdad, el modo de
comportarse y de proceder ante las situaciones de la vida. Predicaba a tiempo y
a destiempo, como luego dirá Pablo a su discípulo Timoteo (2 Tim 4,2). Enseñaba
la Buena Noticia libre de todo compromiso, sin miramientos… Y así, el
evangelista Marcos nos relata en breve síntesis lo que era una jornada de
Jesús.
Después de llegar a Cafarnaúm se fue a la sinagoga
para enseñar y escuchar los comentarios que de los textos sagrados hacían los
doctores de la ley y concluido este cometido se dirigió a la casa de Simón y
Andrés en compañía de sus otros dos primeros discípulos, Santiago y Juan. Allí
curó a la suegra de Simón Pedro que estaba con fiebre.
Este milagro, junto a otro que obró curando a un
endemoniado en la sinagoga, hizo que al anochecer de aquel día se arremolinara,
junto a la casa de Simón, gran cantidad de gente con enfermos del lugar para
que los sanara, de tal manera que Jesús realizó muchas curaciones y milagros.
Jesús sabía acoger a los enfermos con afecto y
despertar su confianza en Dios, perdonar su pecado, aliviar el dolor y… sanar
su enfermedad. La actuación de Jesús ante el sufrimiento humano siempre será
para todos nosotros el ejemplo a seguir en el trato a los enfermos, porque la
enfermedad es una de las experiencias más duras del ser humano. No sólo sufre
el enfermo que siente su vida amenazada, sino todos los que comparten su vida.
Desde el punto de vista más humano, Jesús podría
haber aprovechado esa circunstancia para atraerse la admiración de todos, pero
no era ese el modo de proceder de Jesús, de tal manera que levantándose muy de
mañana se retiró de entre la muchedumbre y se fue al monte para orar a solas,
hablar con Dios y oír su voz.
Con frecuencia nos hablan los evangelios de la
oración de Jesús a lo largo de su vida, principalmente en los momentos más
difíciles y sublimes de su existencia y cuando tuvo que tomar las decisiones
más significativas e importantes.
Y así, se retiraba a orar en muchas ocasiones: por
ejemplo, antes de elegir a los doce apóstoles (Lc 6,12). Un monte fue también,
ésta vez con sus discípulos más cercanos, el lugar que Cristo eligió para orar
antes de su transfiguración (Lc 9,28-29). Jesús oró al Padre con la institución
de la Eucaristía (Mt 26,30). Y, antes de su pasión, en el monte de los olivos
(Mt 26,36). Oró siempre que tuvo que realizar algún milagro importante, como en
la resurrección de su amigo Lázaro (Mc 7,34; Jn 11,41). Y en tantos otros
momentos.
Jesús nos presenta así el valor y la importancia de
la oración de modo que tuviésemos un modelo a seguir y un modo de actuar en
todo momento significativos, de tal manera que por muy agobiados que estemos no
debemos dejarnos llevar por fáciles pretextos para evadirnos de la oración.
Necesitamos orar, necesitamos adentrarnos en el diálogo, íntimo, personal y
comunitario con Dios, la contemplación… para llevar luego todo a la acción
evangélica.
Los apóstoles no comprendían aún a Jesús… ¿cómo no
aprovechar la euforia de aquella gente que se arracimaba en torno a la casa de
Simón? Fueron a su encuentro, pero Jesús no se deja llevar fácilmente de ese
entusiasmo fácil y popular; su repuesta fue singular: “vámonos a otra parte… a
predicar allí también, que para eso he venido” (Mc 1,38).
He ahí, resumida, la misión de Jesús. Cristo ha
venido para anunciar a todos los hombres el mensaje de la salvación, para
dirigirse al mayor número posible de gentes, para ir de pueblo en pueblo
predicando y anunciando la Buena Nueva. Cristo ha venido a buscar lo que estaba
perdido (Lc 19,10), a llamar a los pecadores (Mc 2,17), a dar su vida en
rescate por muchos (Mc 10,45).
Este universalismo del mensaje de Jesús no puede
ser olvidado por la comunidad de creyentes, ya que, si Cristo ha venido para
predicar el evangelio a todos los pueblos y a todas las gentes, también la
iglesia deberá esforzarse en seguir sus pasos y llevar la Buena Nueva hasta los
confines de la tierra, sin tener miedo a las dificultades que puedan sobrevenir
por la predicación de la palabra. Así se lo dirá Jesús a todos los que le
seguían, antes de subir a los cielos: “id por todo el mundo…” (Mc 16,15).
El verdadero apóstol es aquel que trata de hacerse
todo para todos para ganarlos a todos para Cristo. El verdadero apóstol deberá
encarnarse en la realidad de la vida de cada día, haciéndose débil con los
débiles, pobre con los pobres, humilde con los humildes. Ha de interpelar y
cuestionar a los de conciencia dormida para que despierten de su letargo.
La predicación del evangelio debe constituir un
imperativo para todo cristiano que consciente del compromiso contraído en su
bautismo, deberá repetir con San Pablo: “el hecho de predicar no es para mí
motivo de soberbia. No tengo más remedio y, ¡ay de mi si no anuncio el
evangelio!” (1 Cor 9,16).
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