SEMBRAR CON ILUSION
Evangelio: san Mateo 13, 1-23:
«Salió el sembrador a sembrar»
En la vida del hombre la
palabra, como vehículo de comunicación, tiene un valor sin par. Millones de
palabras se profieren cada día en el mundo. Y el espacio, merced a nuestros
medios de comunicación, está invadido de palabras. Estas palabras sin embargo
pueden llevar el signo de la debilidad humana. Como pueden ser constructivas y
verdaderas también pueden ser destructoras y llenas de mentira.
«Muchas veces y de muchas
maneras habló Dios antiguamente a nuestros antepasados», nos dice la carta a
los Hebreos . En la intimidad de su misterio Dios no necesita hablar. Al fin y
al cabo la multiplicidad de palabras es una riqueza pero también indica
imperfección. Dios lo resume todo en una palabra, la que llamamos el Verbo, el
Logos de Dios .Dios ha querido darse a conocer a su criatura el hombre y
revelarle el plan maravilloso que tiene para él. Ha recurrido entonces a usar palabras
de hombre, marcadas sin embargo por la verdad, la belleza, la eficacia propia de
Dios. Su comunicación, llamada la Revelación, está consignada en la Biblia.
La liturgia de hoy está
dedicada al poder transformante de la Palabra de Dios. En nuestra reunión
eucarística vamos a seguir escuchando la Palabra de Dios que es como una
semilla sembrada en nuestra vida y que dará su fruto en el tiempo oportuno. Como
nos dice la Palabra de Dios que hoy proclamamos, el Señor siembra su semilla y,
aunque quede enterrada, no se perderá ni se ahogará el mensaje que nos transmite.
Aplicación de la parábola:
El evangelio mismo nos la
ofrece. Es pedagógica y abre el camino para penetrar otras parábolas. No sólo
la interpretación del mismo Señor sino la que la Iglesia hacía de ella en el
momento en que se escribió el Evangelio. Nos está diciendo que en cada época,
en cada país, en cada comunidad hay que hacer una lectura apropiada del texto.
No pensemos que esas cuatro categorías de terrenos son cuatro clases de personas
frente a la parábola. En nosotros mismos, en nuestro corazón, en la actitud del
mundo de hoy, se dan esas cuatro actitudes.
> Somos, a veces, duros
para dejar penetrar la Palabra de la salvación en el corazón. Tenemos una
dureza que impide a la semilla germinar.
Jesús curó a muchos sordos para que escucharan al Dios que habla al hombre.
Durezas que vienen de egoísmos, de proyectos torcidos en la vida, de insensibilidad
ante los pobres y necesitados. Tenemos que ser sanados de esas durezas para
acoger vitalmente la Palabra que salva.
> En ocasiones somos
superficiales, incapaces de hacer arraigar hondamente en el corazón la Palabra
que vivifica y transforma. Acogemos la Palabra con entusiasmo en un momento
preciso, pero carecemos de compromiso a largo espacio, que cubra toda la vida.
Somos temporales, pasajeros, comprometidos a plazos. El Reino de Dios no nos
quiere así. Nos llama a la paciencia y la perseverancia . Quiere hundir su
semilla en nosotros y transformar la vida definitivamente. > Y muchas veces
vivimos ahogados de preocupaciones, distraídos de lo fundamental. La vida nos
trae afanes, situaciones angustiosas. Pero a veces somos nosotros mismos los
que nos llenamos de cuidados inútiles, incluso nocivos. Si la semilla ha hecho
camino en nosotros ella misma nos ayudará a encontrar sentido,salida en las
encrucijadas de la existencia. Pero si el corazón está lleno de «zarzas y malezas»,
la semilla será ahogada, así ella lleve en sí misma la fuerza poderosa del Reino.
Purificar el corazón, airear el espíritu, penetrar en lo íntimo es camino para acoger
fecundamente la semilla.
> Y también en ocasiones
somos tierra buena. Cuando dejamos que la semilla penetre en lo hondo de la
vida, en el corazón y lo transforme. Hay un proceso: escuchar, entender,
fructificar. Escucha el que acoge la Palabra y la hace propia. No basta oír
descuidadamente. Escuchar es repasar, rumiar, aprender la Palabra. Y hay que
dar el segundo paso: Entender es penetrar lo que Dios quiere de nosotros. No lo
que nosotros queremos. No nuestros proyectos sino los suyos. Hacer coincidir en
la vida nuestros planes con los del Señor. Y fructificar: el fruto generoso del Espíritu con todas sus consecuencias. Incansable, Dios
siembra en nuestro corazón. Ser sensibles a esa acción divina es nuestro
compromiso: cada acontecimiento, cada palabra que escuchamos, cada paso en el
camino, cada rostro que nos habla de Dios, cada sacramento, cada lectura,
tantas otras experiencias del acontecer de cada día, cada experiencia personal
y comunitaria, esta celebración es semilla de Dios. No es el sembrador el que
falla. Somos nosotros los que fallamos. Dios nos dé el corazón dócil que
necesitamos.
La acción del sembrador
Un día desde una barca, que es
imagen de su Iglesia, Jesús habló a una multitud. Lo hizo con una parábola. Es
una manera de transmitir el mensaje usando comparaciones. Comparó la Palabra de
Dios que él anunciaba con una semilla. Quiso decir que esa Palabra de Dios
quedaría inútil e infecunda si el hombre no la escucha, la acoge en su corazón,
le da la oportunidad de fructificar. En una siembra se necesita un sembrador,
una semilla, un terreno para ser sembrado por el sembrador con esa semilla. El
sembrador en el caso es Dios mismo.
Ha sembrado en el mundo su
palabra desde el comienzo. Lo hizo al darnos a Jesucristo, su Hijo encarnado. Y
éste a su turno hace de sembrador pronunciando lenguaje nuestro. La semilla es
el Reino, o sea, lo que Dios quiere hacer en beneficio temporal y eterno del
hombre. Es esa maravillosa actividad salvadora que a todo lo largo del tiempo
se produce.
Es necesaria la profundidad
Hay, en la parábola del
sembrador, una frase que pueda darnos la clave esencial sobre la que se pueden
apoyar las demás: la tierra «no tenía profundidad». Y es que, al final, todo
depende de la profundidad que demos a la vida, a nuestra vida. Si no hay
hondura, no sólo no hay raíces, sino que cualquier vicisitud o cualquier atractivo
superficial puede ahogar nuestras buenas intenciones o llevarse por delante todas
nuestras aparentes buenas intenciones. Para que un árbol no se caiga debe tener
raíces profundas que se claven y ahonden en la tierra. Un edificio, cuanto más
alto, más profundos necesita tener los cimientos, yasí podríamos seguir
poniendo ejemplos. Pero cuando se refiere a nuestra vida parece que da lo mismo
si hay cimientos, hondura, arraigo en algo o en alguien, o no. Y así, cuando
menos lo esperamos, cuando surgen las dificultades, como nos dice el mismo Jesús,
con facilidad nos podemos venir abajo.
Meditemos con San Agustín:
«Dios nos bendice y nosotros
lo bendecimos. Primero nos bendice a nosotros el Señor, después bendecimos
nosotros al Señor. Aquella es la lluvia; éste es el fruto. Así se devuelve el
fruto a Dios, que llueve sobre nosotros y nos cultiva. Cantemos con devoción no
estéril, no con voces vacías, sino con sincero corazón. Por algo se llama a
Dios Padre, el labrador» (S. Agustín).
¿Qué tareas o acciones podemos
realizar en respuesta a esta palabra que hemos escuchado? Cada quién piense
ante Dios, ¿Qué cambios a de realizar en su vida para permitir que la Palabra
sembrada dé su fruto?
Nuestro compromiso hoy
Remover la tierra para que la
semilla de la Palabra de fruto en mí: apaciguar mi interior, liberarme la
inquietud, serenarme en medio de las dificultades propias de la vida. En
definitiva, confiarme a Dios. Ayudar a Jesús a sembrar su Palabra en la vida de
alguna de las personas que conocemos; llevarle la Palabra de Dios a domicilio. Compartir
con dicha persona nuestra propia experiencia en relación a Palabra de Dios.
Dios está sembrando en
nosotros su Palabra cuando encontramos a alguien que nos necesita, que nos
ilumina con una palabra, cuando alguien nos ama y sentimos su amor, cuando en
medio de los afanes surge en nosotros el pensamiento de Dios y de lo que él
quiere de nosotros, Dios está haciendo su obra de sembrador... En el dolor, en la
enfermedad, en las pruebas de la vida Dios está haciendo su obra en nosotros.
No pensemos que sólo cuando estamos en presencia orante ante Dios él cuida de nosotros.
A él le interesa la totalidad de nuestra vida y de nuestras circunstancias y sabe
llegar a nosotros en todo momento. Aprendamos a leer los signos de su presencia
y abramos el corazón para acoger su Palabra de salvación.
Cierto que no se trata de
verlo todo negativo. En nuestra vida hay cosas buenas que arraigan y, como dice
Jesús, nos permiten dar fruto al treinta, al sesenta, o a lo que sea. Pero no
podemos olvidar que ese porcentaje, grande o pequeño, no supone nuestra
justificación, sino que exige nuestro «todo» sincero en cada momento de nuestra
historia. Y, por eso, nuestro trabajo interior, está llamado a convertirse en
tarea ilusionada y constante del camino, cada vez más hacia dentro, de nuestra
existencia.
Relación con la Eucaristía
La liturgia, especialmente la
Celebración de la Eucaristía, es una verdadera fuente de Palabra. Y eso hemos
de agradecerlo. Es la gran oportunidad de penetrar en el misterio de Dios para
transformarnos en hombres nuevos según Cristo. La Iglesia, con el valor que da
a la Palabra de Dios, afirma que ha venerado siempre las Escrituras Sagradas
como si fuesen el mismo Cuerpo del Señor. Por eso, en la Liturgia sagrada no
deja de tomar de la mesa y distribuir a los fieles el pan de la vida, tanto de
la Palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo.
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