El sí de Jesús
Domingo XXVI del Tiempo Ordinario
LECTURAS:
Ezequiel 18, 25-28: “Cuando el pecador se
convierte, salva su vida”
Salmo 24: “Descúbrenos, Señor, tus caminos”
Filipenses 2,
1-11: “Tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús”
San Mateo 21, 28-32: “El segundo hijo se
arrepintió y fue.- Los publicanos y las prostitutas se les han adelantado en el
Reino de Dios”
¡Qué difícil es cuando no se sabe si se puede contar con una persona!
Qué confusiones creamos con nuestras ambigüedades frente al evangelio, frente a
Jesús o a nuestros compromisos con el prójimo. Decir que sí y después decir que
siempre no; o bien decir que no, y al final de cuentas resulta que siempre sí;
o decir que sí, pero un sí ambiguo que más bien suena a quién sabe; o decir que
no, por temor al compromiso, aunque sabemos que deberíamos decir que sí. No, no
se trata de discursos políticos, ni tampoco de promesas de campaña, es Jesús
que exige una clara y contundente decisión frente al Reino de Dios, una
determinación que no quede en palabras bonitas pero huecas, sino que se
traduzca en hechos concretos y tangibles. Es cierto que en un primer momento
parece dirigir un claro reproche al pueblo de Israel porque aparentemente han
dicho a Dios que sí, que es su único Dios, que cumplirán todos sus
mandamientos, que le serán fieles; pero después han tergiversado sus mandamientos,
los han acomodado a su propio gusto y se muestran tan felices como si de verdad
los estuvieran cumpliendo. Pero también se dirige a nosotros y nos pone el
mismo ejemplo para que caigamos en cuenta que primero decimos sí y después
actuamos como nos da la gana. ¿No es cierto que nos decimos cristianos, pero
actuamos conforme a los valores del mundo? ¿No es cierto que los juramentos y
las profesiones de fe se han convertido en palabras huecas que no nos llevan al
compromiso?
“Yo creo”
La fe en Dios no es un dubitativo “yo creo”, en el sentido de “no estoy seguro”, sino una firme y radical
profesión de fe en un Padre que nos ama y que nos compromete a vivir como
hermanos. Ya San Pablo les reclama a los cristianos de Filipos su manera
contradictoria de vivir porque dicen profesar una fe y después actúan con
rivalidades, presunciones y envidias que destruyen la comunidad. El ejemplo más
elocuente es el mismo Jesús y les pide que tengan sus mismos sentimientos. Él
no fue primero sí y después no. Asumió las consecuencias de un amor radical que
lo lleva a despojarse de su condición divina, tomar la condición de siervo y
hacerse semejante a nosotros al grado de morir en la cruz. Son consecuencias de
una palabra dada, de una Palabra que se hace carne por amor, de una Palabra que
se hace servicio y que, por lo mismo, con su Resurrección, da nueva vida. Muchos
nos caracterizamos por tener un facilísimo sí, que después no implica ningún
compromiso. Gritamos y alabamos a la Virgen, hacemos peregrinaciones y
entonamos vivas a Cristo Rey, pero después pisoteamos los valores del Reino,
nos mostramos intransigentes con el prójimo, rechazamos el perdón y no dudamos
en herir, en humillar y en despreciar. Somos indiferentes a los valores del Evangelio
e incluso nos vemos inducidos a comportamientos contrarios a la visión cristiana.
Aun confesándonos católicos, vivimos de hecho alejados de la fe, abandonando
las prácticas religiosas, mintiendo y cometiendo injusticias y perdiendo
progresivamente la propia identidad de creyentes, con graves consecuencias
morales, espirituales y sociales. Hay bastantes cristianos que terminan por
instalarse cómodamente en una fe aparente, sin que su vida se vea afectada en
lo más mínimo por su relación con Dios.
Un sí sostenido
Nuestra respuesta al amor de Dios nos debe llevar a un sí, sostenido y
constante, que nos permita soñar metas que siempre habíamos creído
inalcanzables y construir una nueva sociedad. La fe es para vivirla, y debe
informar las grandes y pequeñas decisiones y se manifiesta en la manera de
enfrentarse con los deberes de cada día. No basta con asentir a las grandes
verdades del Credo, tener una buena formación y algunos sacramentos. Es
necesario vivir nuestra palabra, practicarla, ejercerla, debe generar una “vida
de fe” que sea, a la vez, fruto y manifestación de lo que se cree. Dios nos
pide servirle con la vida, con las obras, con todas las fuerzas del cuerpo,
traducirlo en una nueva visión que consiste en mirar las cosas, incluso las más
corrientes, lo que parece intrascendente, en relación con el plan de Dios sobre
cada criatura. La vida cristiana no es un revestimiento externo, debe brotar
del interior y manifestarse en el ejercicio de la esperanza y de la caridad. Se
expresa a través del actuar humano, al que dignifica y eleva al plano
sobrenatural. Nuestro sí nos llevará a imitar a Jesús cuya vida es una continua
respuesta al amor de su Padre Dios, nos conducirá a ser hombres y mujeres de
temple, sin complejos, sin respetos humanos, veraces, honrados, justos en los
juicios, en los negocios, en la conversación, en la política, en la familia.
Actitud de conversión y comprensión
Nuestro sí y nuestra fidelidad no están reñidos con una clara conciencia
de nuestra fragilidad. No nos hacen intransigentes ni inmaculados. Estamos
expuestos al error y a la caída. Por eso Ezequiel invita a estar en actitud de
constante conversión pues “cuando el pecador se arrepiente del mal que hizo y
practica la rectitud y la justicia, él mismo salva su vida”. Quien se cree a
salvo de pecado está más cerca de caer. La parábola de Jesús tiene también este
fuerte reclamo para los que se creen justos y desprecian a los demás. Parecería
un insulto afirmar que las prostitutas y los publicanos se adelantarán en el
Reino de Dios. Pero cuando el orgullo y la presunción se adueñan del corazón,
nos alejan de Dios y nos convierten en jueces de los hombres. Así esta parábola
nos deja una seria reflexión: ¿Cómo es nuestro sí y nuestro compromiso con
Jesús? ¿Cómo nos hemos dejado invadir e influenciar por un mundo de mentira y
corrupción? ¿Vivimos en actitud de conversión o nos convertimos en jueces de
los hermanos? ¿Quiénes nos preceden ahora en el Reino de Dios?
Dios nuestro, que con un amor siempre fiel acompañas y perdonas a tu pueblo
y nos das pruebas delicadas de tu misericordia, apiádate de nosotros,
pecadores, para que no caigamos en la tentación de la mentira, sino que nos
mantengamos fieles a tu amor y a tu bondad. Amén.
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