«Bendito el que viene en
nombre del Señor»
DOMINGO DE RAMOS
A causa de la pandemia que nos
ha originado muchas restricciones, no tenemos en este domingo la acostumbrada
procesión con que se conmemora la entrada de Jesús en Jerusalén... Pero eso no
ha sido obstáculo para acoger a Cristo como a nuestro Rey y Salvador.
Empezamos la celebración de la
Semana Santa. La llamamos también la Semana Mayor, la gran semana donde
celebramos el Misterio central de nuestra fe: la muerte y la resurrección del
Señor. Y no lo hacemos por simple recuerdo de un acontecimiento único en la
historia. La liturgia nos lo hace presente hoy. No lo «repetimos» porque es irrepetible.
Es un misterio que dura siempre, cubre todo el tiempo y no pasa nunca. Eso nos
permite abrir el espacio y entrar en presencia de él a través de las
celebraciones litúrgicas, más sobrias, tal vez, por tiempo de pandemia, pero
siempre hermosas, evocadoras y solemnes.
Hoy nuestra atención está
centrada en el relato de la pasión y muerte del Señor que proclamamos en este
Domingo. Su meditación debería hacer que surgiese de nuestro corazón aquella
misma profesión de fe del Centurión ante Jesús clavado en la cruz: «Realmente
este hombre era Hijo de Dios».
LECTURAS:
Para la bendición de Ramos: Mc.
11, 1-11: «¡Hosana! Bendito el que viene en nombre del Señor»
Isaías 50, 4-7: «El Señor me
ha dado una lengua de discípulo»
Salmo (22)21: «¡Dios mío, Dios
mío!, ¿por qué me has abandonado?»
Filipenses 2, 6-11: «Jesús
tomó la condición de esclavo»
San Marcos 14,1 – 15,47:
«Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios»
Contemplar y vivir
La pasión y la muerte de Jesús
no son un acontecimiento sólo para recordar y admirar, sino para contemplar y
vivir. Nadie en la historia tiene grandeza suficiente para invitar al hombre a
compartir su misterio y a darle visibilidad en su propia vida. El arte de la
pintura, la escultura, la música ha hecho obras imperecederas para representarlo
y cantarlo. Pero donde ese misterio debe tener total cabida es en nuestra
propia vida. Cristo nos había dicho antes de su muerte: Tomen la cruz y
síganme... Donde yo esté ahí estará mi discípulo... San Pablo nos ha dicho que
nos es preciso vivir, morir y resucitar con Cristo. El bautismo nos ha hecho
compartir esa muerte y esa resurrección muriendo al pecado y viviendo para
Dios... Sin Cristo que sufre y muere el dolor humano es un absurdo. A la luz de
la cruz gloriosa de Cristo la vida se ilumina y se carga de sentido salvador.
Digamos con san Pablo: Lejos de mí poner mi confianza en nada distinto a la
cruz de nuestro Señor, Jesús y Mesías...
Diferentes actitudes
En este Domingo con el que
comenzamos la celebración de la Semana Santa, la Palabra de Dios nos presenta
dos acontecimientos distintos:
• Uno en el que se recuerda la
entrada triunfal de Jesús en Jerusalén
• El otro es la Pasión del Señor. Llama la
atención lo diferentes que son las actitudes de quienes aparecen rodeando a Jesús
en ambos momentos. En el primero hemos visto como lo aclaman como el Hijo de David,
como gritan ¡Hosanna!, como alfombran su camino y lo reciben como alguien grande
que los llena de júbilo... Sin embargo, al escuchar la Pasión vemos cómo dejan
de aclamarlo y lo dejan solo, lo traicionan sus amigos e incluso lo niegan, lo
abandonan todos, y la muchedumbre se exalta para gritar que lo crucifiquen.
En demasiadas ocasiones nos
pasa a nosotros lo mismo que a quienes rodeaban a Jesús en sus últimos días:
queremos ser sus amigos, pero nos cansamos; queremos seguirle, pero nos resulta
demasiado exigente lo que nos pide; o tenemos miedo de defenderlo, de hacerlo
presente, de hablar de Él como el Señor... A veces incluso nos empeñamos tanto
en que Dios tiene que hacer las cosas como nosotros queremos que, si no es así,
lo negamos, decimos que no existe o que o es un Dios bueno. Muchos no le reconocieron
como Mesías porque no aceptaban que el prometido viniera montado en un borrico
o que fuese humilde, pobre, servicial; decían que tenía que presentarse majestuoso.
Para interrogarnos
La pasión y la muerte de Jesús
no son un acontecimiento sólo para recordar y admirar, sino para contemplar y
vivir. Nadie en la historia tiene grandeza suficiente para invitar al hombre a
compartir su misterio y a darle visibilidad en su propia vida. El arte de la
pintura, la escultura, la música ha hecho obras imperecederas para
representarlo y cantarlo. Pero donde ese misterio debe tener total cabida es en
nuestra propia vida. Cristo nos había dicho antes de su muerte: «Tomen la cruz
y síganme... Donde yo esté ahí estará mi discípulo»... Sin Cristo que sufre y
muere el dolor humano es un absurdo. A la luz de la cruz gloriosa de Cristo la
vida se ilumina y se carga de sentido salvador. Digamos con san Pablo: Lejos de
mí poner mi confianza en nada distinto a la cruz de nuestro Señor, Jesús y
Mesías..
Allá donde estemos estos días,
no nos dejemos arrastrar por el deseo de vacaciones o de consumir el ocio que
se nos propone, sino que procuremos tener presente que estas son las fiestas más
importantes de los cristianos, acudamos a las celebraciones si es posible, o al
menos dediquemos tiempo a la reflexión de lo que celebramos y a la oración, y
así sea para nosotros una Semana Santa de verdad.
La Pasión de Jesús continúa
En la Iglesia continúan los
dolores de Cristo, porque la comunidad cristiana es el lugar de la lucha contra
el mal. Ella debe recoger todos los sufrimientos de los hombres, causados en
último término por el pecado, y, combatiendo encarnizadamente contra los egoísmos
y las faltas de amor, debe convertirse en la gran compasiva. No hay ningún dolor
humano que sea extraño a la Iglesia. La pasión de Cristo continúa hoy en todos
los hombres que sufren cualquier clase de dolor físico o moral: hambre y
desnudez, pobreza y abandono, tristeza, desesperación, falta de comprensión y
amor. Continúa, de modo especial, en todos los hombres que son víctimas del
odio de los demás hombres. Esto significa, en último término, que el único signo
válido de la lucha de los cristianos contra el pecado es la «com-pasión»
efectiva de todo el inmenso dolor de la humanidad.
La contemplación de los
dolores sufridos por Jesús durante su pasión y muerte nos lleva a una compasión
más profunda, a aquella actitud espiritual que nos hace sintonizar con el fondo
del sufrimiento de la persona que padece, es decir, con los motivos reales de su
sufrimiento. Según el cántico de Isaías, Jesús aceptó voluntariamente los
dolores de la pasión para «saber decir al abatido una palabra de aliento» (Is.
50, 4), es decir, para destruir el mal profundo de los hombres. Llegaremos al
núcleo esencial de la compasión hacia Cristo, cuando hayamos emprendido una
lucha efectiva contra el pecado en nosotros y en los demás.
Contemplemos con el Papa
Francisco
«Este Jesús, que justamente
según las Escrituras entra de esa manera en la Ciudad Santa, no es un iluso que
siembra falsas ilusiones, un profeta «new age», un vendedor de humo, todo lo
contrario: es un Mesías bien definido, con la fisonomía concreta del siervo, el
siervo de Dios y del hombre que va a la pasión; es el gran Paciente del dolor
humano. - Él está presente en muchos de nuestros hermanos y hermanas que hoy,
hoy sufren como él, sufren a causa de un trabajo esclavo, sufren por los dramas
familiares, por las enfermedades... Sufren a causa de la guerra y el
terrorismo, por culpa de los intereses que mueven las armas y dañan con ellas.
Hombres y mujeres engañados, pisoteados en su dignidad, descartados.... Jesús
está en ellos, en cada uno de ellos, y con ese rostro desfigurado, con esa voz
rota pide que se lo mire, que se lo reconozca, que se lo ame.
No es otro Jesús: es el mismo
que entró en Jerusalén en medio de un ondear de ramos de palmas y de olivos. Es
el mismo que fue clavado en la cruz y murió entre dos malhechores. No tenemos
otro Señor fuera de él: Jesús, humilde Rey de justicia, de misericordia y de
paz» (Papa Francisco, Homilìa en Domingo de Ramos 2017).
Relación con la Eucaristía
En la Eucaristía tenemos a
este Jesús entregado a la muerte, que se nos da a todos, que nos ama dándose.
Que la contemplación y la comunión con Jesús en su camino hacia la cruz, nos
lleve a la contemplación y comunión con todas las pasiones existentes en
nuestro mundo; al acto de fe en Dios que salva a su Hijo y nos salva en Jesús,
porque nos ama en El y en cada sufriente. De esta profesión de fe nace la
Iglesia.
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