Cristo crucificado, sabiduría
de Dios
La liturgia de este tercer
domingo de cuaresma nos invita a reflexionar sobre lo que Dios quiere de nosotros
y cómo ha manifestado esa voluntad. Todo se enmarca en su proyecto de salvación,
de conducir al hombre hasta su plena realización. Meditemos en la Palabra de
Dios que nos ofrece este Domingo desde nuestra experiencia cuaresmal. Volvemos
a escuchar el llamado a la conversión, a dejar nuestro género de vida contrario
al Señor y a su evangelio y a entregarnos a Jesucristo, único Salvador. ¿Pero
quién es este Jesucristo en quien ponemos toda nuestra esperanza?
Lecturas:
Éxodo 20, 1-17: «Yo soy el
Señor tu Dios»
Salmo19(18): «La Ley del Señor
es perfecta y es descanso del alma»
1Corintios 1, 22-25: «Nosotros
predicamos a Cristo crucificado»
San Juan 2, 13-25: «El hablaba
del Santuario de su Cuerpo»
¿Imagen desconcertante?
La imagen de un Jesús violento,
látigo en mano y volcando las mesas a empujones o patadas, es tan dura que
cuesta aceptarla o asimilarla. A Jesús le indigna la actitud de aquellos que
tratan de aprovecharse de la fe para hacer negocios rentables. También rechaza
a aquellos que buscan hacer de la religión un instrumento de dominio o manipulación,
de aquellos que la utilizan para presentarse como superiores en lugar de servidores.
La acción inesperada de Jesús
dejó a los judíos impresionados e irritados; ¡aquello era intolerable! Por eso
le piden una explicación, un signo que les haga comprender el por qué de su
actuación violenta. La respuesta de Jesús, en esta ocasión, es un enigma, un
misterio; o más exactamente: una frase de doble sentido que, sólo desde el
misterio, es posible comprender. Jesús no está en contra del culto, pero deja
entrever que es más fácil ser «religioso» que discípulo; más aún: con
frecuencia se utiliza la excusa de ser religioso para no molestarse en ser
creyente comprometido. Igual que afirmamos que «no hay peor sordo que el que no
quiere oír», podemos afirmar que no hay peor creyente que el que presume ser de
los mejores. El problema está en que pueden desfilar hombres y mujeres por
santuarios, romerías, bendiciones y sus correspondientes mercados religiosos, e
ignorar a Jesucristo, único Santuario en que los hombres pueden encontrar y
adorar a Dios. Ser creyente no es un privilegio para sentirnos superiores, sino
un don para ser más serviciales; pero al ser humano le gusta encontrar
distintivos que le diferencien o distingan de los demás, aún en el terreno
religioso. No acudimos a la Iglesia para huir de las exigencias familiares y de
los compromisos sociales, sino precisamente para tomar conciencia de las
propias responsabilidades.
Lo peor que puede sucedernos
al escuchar de nuevo este relato, de todos conocidos, es situarnos como
espectadores que «no tienen nada que ver» con esos comerciantes del templo.
Instintivamente nos situamos a un lado, sobre una grada, aparte. Vemos a Jesús
con asombro y aprobación dejando la plaza limpia. Con una actitud de este tipo
no captamos el significado del episodio. Nadie puede creerse no necesitado de
aquella limpieza que hizo Jesús. El gesto de Jesús se comprende sólo si nos
colocamos entre los destinatarios de su indignación, pero también de su
misericordia.
Los vendedores del Templo hoy
Los vendedores de bueyes y
animales, los cambistas en el Templo, los sacerdotes y la casta religiosa en
Israel, son el símbolo de todas las ambiciones y avaricias que nacen y crecen
en el corazón humano y se instalan en la vida y en la sociedad. Ambición de poder,
de mandar, de someter a todos; ambición de tener siempre razón, no escuchando a
los demás, sin tener en cuenta sus opiniones y criterios, sus sentimientos,
esperanzas y sufrimientos, sus deseos y proyectos. Cuando todas esas actitudes
y comportamientos los personalizamos, nos damos cuenta de que en casa, en el
trabajo, entre los amigos, con más frecuencia de lo que creemos, nos
comportamos así. No escuchamos a la pareja, ni a nuestros hijos; siempre queremos
tener razón, no tenemos en cuenta las opiniones de los demás, ni nos importan
sus sentimientos, sus deseos, sus sufrimientos. No aceptamos al que está por encima
de nosotros y buscamos su desprestigio, su hundimiento. Los atropellos que se cometen
a diario contra la vida, dignidad y derechos de las personas, son graves ofensas
y ultrajes contra Dios mismo. Por lo tanto, también hoy se sigue convirtiendo en
objeto de compraventa y de consumo el santuario de Dios.
Los cristianos no podemos
permitir ni ser indiferentes ante tantos abusos de poder, ni ante tantas leyes
injustas del sistema económico imperante, que sigue convirtiendo a la persona
humana en un puro objeto de mercado y de ganancia egoísta. La cuaresma nos compromete
a una autentica conversión, no solo personal sino también social, que transforme
las estructuras sociales corruptas que crean miseria, explotación, marginación
y violencia.
Somos el Templo del Espíritu
La cuaresma nos invita a
purificarnos del mal que nos asedia. Somos el templo del Espíritu. En nuestro
interior debemos buscar a Dios y encontrarlo. Un ejercicio de lucha contra el
mal que nos habita y que habita en el mundo es el sentido de la cuaresma. Debemos
identificar ese mal y encontrarlo en todas aquellas actitudes que son contrarias
a Dios, a su evangelio, a la habitación de Dios en nosotros. Y mirar hacia fuera
de nosotros no para juzgar y condenar a los demás sino para identificar también
lo que nos separa de los demás por causa nuestra. Los mandamientos del Señor,
vividos desde Cristo Señor y a la luz del evangelio, son el camino para
establecer en nuestro mundo una convivencia estable y sólida. Si la edificamos
en meras conveniencias pasajeras y egoístas nunca la encontraremos. Si la
edificamos sobre la ley de Cristo (Ga 6, 2) habremos encontrado el sentido que
tienen los mandatos. Ellos son camino seguro para la vida del hombre en su
misión de construir el mundo de paz y solidaridad quiere
y para el que se dignó habitar entre nosotros, comprometido hasta la muerte en
la cruz.
Cuaresma es tiempo para
recordar estos hechos e iluminar el sentido que tienen en este tiempo. A medida
que nos acercamos a la Pascua ya no se habla tanto de qué tenemos que
convertirnos sino que se nos va presentando, en la Palabra de Dios propia de
cada día, el misterio que celebramos y su significación, para comprometernos a hacer
en la vida lo que celebramos en el Culto.
Nuestro compromiso hoy
Todos esos comportamientos
contrarios al Evangelio generan situaciones injustas que tienen como resultado
la rebeldía, la protesta, la indignación, la falta de paz, o quizá la
violencia. Y de eso no son culpables los demás. Somos responsables nosotros. El
Señor se enfrenta con energía a quienes en el Templo provocan ese tipo de
situaciones, contrarias al Amor a Dios y a los hermanos, contrarias a la
verdadera religión. Y de alguna manera se está enfrentando a nosotros y nos
está pidiendo que cambiemos nuestra vida, que transformemos nuestro corazón y
que nuestras actitudes y comportamientos sean propios de aquéllos que, desde el
amor, quieren construir la paz.
¿Qué estamos dispuestos a
hacer? ¿Qué estamos dispuestos a cambiar? ¿Qué esfuerzo queremos poner para que
nuestras actitudes y comportamientos contribuyan a un mundo más justo y más
pacífico, a una familia, a un ambiente de nuestro trabajo, a una relación entre
los amigos, a una parroquia más fraterna, más bondadosa y más llena y
generadora de paz? Que ésta sea nuestra reflexión, nuestro compromiso y nuestra
súplica en la Eucaristía de hoy, para que avancemos hacia la Pascua con la
alegría de ser constructores de paz.
Relación con la Eucaristía
El encuentro con Dios en la
Eucaristía es un encuentro privilegiado con los hermanos en la fe. Pedir perdón
(como lo hacemos el inicio de la Celebración Eucarística), a Dios es querer
cambiar, convencidos de que no corremos por sus caminos sino por los nuestros.
Todo cambio exige una postura humilde de sabernos alejados de Dios.
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