Paz, alegría y comunión
Hemos celebrado la Pascua del
Señor Jesucristo: su paso por nuestro mundo. Él ha regresado a su Padre pero
antes de partir ha pedido a sus discípulos esperar en Jerusalén la venida del
Espíritu Santo. Acompañados de María cumplieron la consigna del Señor. Hoy, en
esta solemnidad llamada Pentecostés, la Iglesia, nosotros que la constituimos,
nos regocijamos y recibimos como aquellos discípulos el don del Espíritu de
Dios. Los textos de la Palabra de Dios que escuchamos en este Domingo nos dicen
cuál es la actividad del Espíritu en la Iglesia y en el mundo a través de
nosotros.
LECTURAS:
Hechos de los apóstoles 10, 1-11:
«Se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en diversas lenguas”.
Salmo 104(103): «Envía tu
Espíritu y renueva la faz de la tierra»
1Carta de Pablo a los Corintios
12, 3b-7.12-13: «Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu»
San Juan 20,19-23: «Como el
padre me envió, así también los envío Yo»
La paz y el perdón
El Evangelio nos recuerda que
la paz y el perdón son dones y efectos del Espíritu Santo. Son también una
dimensión de la unidad y fraternidad en la Iglesia y en la sociedad. La paz
proviene de una fraternidad sólida y bien establecida. La fraternidad proviene de
la práctica de la justicia y la misericordia, que va más allá de la justicia.
Cuando esta práctica es suficientemente estable, se arraigan la fraternidad y
la verdadera paz.
Acentuemos, como lo hace el
Evangelio, la importancia de la misericordia para edificar la fraternidad y la
paz. La misericordia tiene que ver con el perdón y la reconciliación, muy aptamente
expresado en el sacramento de la reconciliación-mencionado en el Evangelio- y en
todo gesto y actitud humana que lleva a la reconciliación.
El Espíritu une y reconcilia
El perdón y la reconciliación
son particularmente urgentes en nuestros días. Muy obviamente en nuestra
sociedad, pero igualmente en familias y en la convivencia humana en todos los
niveles. La pura justicia no es suficiente, pues la justicia responde el dar a cada
uno lo suyo, pero no llega al perdón. Y en la sociedad ha habido tanta
injusticia, violencia y odio, que sin reconciliación y perdón la paz y la
fraternidad no pueden ser restauradas. Ese es también el caso en muchas
familias y relaciones personales. - Estas son exigencias cristianas difíciles y
a veces duras. Y cuando miramos la realidad humana, nos desanimamos. Una vez
más, Pentecostés como la Fiesta del Espíritu creador de fraternidad y paz
debería levantarnos el ánimo, y recordarnos que el perdón y la fraternidad son
un don de Dios, antes que nada, y este don nos ha sido dado por el Espíritu Santo
derramado en nuestros corazones.
La Iglesia animada por el
Espíritu de Dios será el «instrumento» sacramental de salvación para el mundo:
esto quiere decir que hace presente y visible la acción de Dios en la historia.
Dones para el bien común
Esta presencia del Espíritu en
la Iglesia exige de los creyentes, de cada uno de nosotros, una conversión y
una transformación que facilite en los cristianos y en la Comunidad el
incesante quehacer santificador del Espíritu. Todo lo que en la Iglesia disgregue,
separe y desuna, es un pecado contra el Espíritu; todo lo que mate la caridad entre
los hermanos, lo que fomente la enemistad entre los hombres, es ahogar el
Espíritu y condenar a ineficacia a la Iglesia.
Sólo quien deja en sí mismo y
en la Comunidad eclesial amplios espacios de libertad para que el Espíritu
actúe sin trabas, quien pone sus dones al servicio de la común utilidad y quien
es capaz de agradecer a Dios los carismas de sus hermanos, aunque sean diferentes
a los que él ha recibido, solo éste es el que ha comprendido el misterio de Pentecostés.
Bajo la acción del Espíritu
A partir del bautismo, y
robustecidos luego en la confirmación, el Espíritu Santo nos habita. No nos
damos cuenta quizás de su presencia, pero él está ahí. Cuando oramos él nos
hace orar, cuando amamos cristianamente él nos hace amar, cuando nos llenamos
de gozo y esperanza él está ahí, en lo íntimo de nosotros colmándonos de sus
dones y sus frutos.
Cuando se nos enfría la fe y
se nos oscurece la esperanza, cuando dejamos de amar y nos invade el desamor,
cuando se nos hace tedioso orar es que nos hemos hecho reacios, infieles y
duros a la acción del Espíritu. Pero él está ahí sin dejarnos, esperando la hora
de nuestro regreso y nuestra apertura. En un mundo carente de amor y de solidaridad,
sin unidad y conflictivo, pidamos al Espíritu que inunde con su amor que une y
con su calor que reanima el corazón de todos hombres y mujeres de hoy. Sólo así
será siempre Pentecostés, fiesta de gozo y de vida, de amor y de esperanza. - No
nos es posible desempeñar la misión que como cristianos tenemos en el mundo sin
la fuerza de Dios. Es misión divina en el contexto de la fragilidad humana. Por
eso necesitamos la presencia viva de Dios en nuestro acontecer de cada día. Que
Dios impregne con su luz y su poder todo lo que vivimos. Nada ocurre en la
historia de la salvación sin la presencia activa del Espíritu Santo.
PENTECOSTES es:
- Confirmación de los
Apóstoles en la FE: antes eran simpatizantes, cercanos, dispuestos
a seguirlo, pero no eran verdaderamente “creyentes”. Por eso el hecho de la muerte
acabó con su entusiasmo y los dispersó, los encerró en el miedo. Ahora, el
Espíritu los hace «creyentes» y testigos.
- Nacimiento de la Iglesia:
antes eran «grupo» pero no verdadera «comunidad», y se dispersaron a partir del
hecho de la muerte de Jesús: unos se quedaron en Jerusalén, pero encerrados y otros decidieron huir de Jerusalén. Ahora,
el Espíritu los reúne, los congrega, por encima de las múltiples diferencias de
raza, cultura, idioma, costumbres, y los convierte en «Comunidad».
- Comienzo de la Misión:
antes estaban «encerrados», con miedo.... Ahora el Espíritu los saca del
encerramiento y los envía al mundo a proclamar el Evangelio.
María en Pentecostés
María ora con la primera
comunidad. Ella, maestra de oración, siempre dócil a la suave voz del
Paráclito, enseña a los discípulos a esperar con confianza al Don que viene de
lo alto: el Espíritu prometido por Jesús como fruto de su muerte y
resurrección. Así como en la Encarnación el Espíritu había formado en su seno
virginal el cuerpo físico de Cristo, así ahora, en el Cenáculo, el mismo
Espíritu viene para animar su Cuerpo Místico. María ha tenido ya experiencia de
la acción del Espíritu Santo, puesto que a su poder creador debe Ella su
maternidad virginal. Pero «era oportuno que la primera efusión del Espíritu
sobre Ella, que tuvo lugar con miras a su maternidad divina, fuera renovada y reforzada.
En efecto, al pie de la cruz, María fue revestida con una nueva maternidad, con
respecto a los discípulos de Jesús. Precisamente esta misión exigía un renovado
don del Espíritu. Por consiguiente, la Virgen lo deseaba con vistas a la
fecundidad de su maternidad espiritual“ (S. Juan Pablo)
Benedicto XVI ha señalado que
«no hay Iglesia sin Pentecostés y no hay Pentecostés sin la Virgen María». Y es
que María, por su profunda humildad y su amor virginal, se ha convertido en
Esposa del Espíritu Santo. El Papa S. Juan Pablo II dijo que «la dimensión
mariana de la Iglesia antecede a su dimensión petrina, aunque ambas sean
complementarias».». Por su fe, esperanza y caridad, María es tipo de la Iglesia.
Ella está tan vacía de sí misma y tan llena de amor a la voluntad de Dios, que
el Espíritu Santo se complace en inundar continuamente su alma y escuchar sus
ruegos por la Iglesia naciente. Pero esta experiencia de oración con María para
invocar al Espíritu Santo no es algo que pertenezca al pasado. El Papa
Benedicto afirma que «en cualquier lugar donde los cristianos se reúnen en
oración con María, el Señor dona su Espíritu» (Benedicto XVI: Ibid.). Tengamos
el coraje y la generosidad de renovar nuestra oración unidos a la siempre Virgen.
Pidámosle a Ella que interceda por nosotros ante Jesús para que, como en las bodas
de Caná, se dirija a su Hijo para decirle: «No tienen vino». Con su poderosa intercesión,
Ella nos alcanzará un renovado Pentecostés para nuestras almas y para toda la Iglesia.
Es necesario señalar el desarrollo doctrinal y la continuidad que existe entre
el Evangelio de S. Lucas y los Hechos. Para S. Lucas la Iglesia naciente que se
describe en Hch 1,14 es el cumplimiento de la historia de Israel. Todos los
demás personajes que aparecen en la infancia de Jesús (Isabel, Zacarías, Juan
Bautista, Simeón) han desaparecido, y sólo María permanece en la nueva
comunidad. Ella, que viviendo en fidelidad a Jesús se convierte en prototipo
del verdadero Israel, es ahora prototipo de la Iglesia naciente. La «Hija de
Sión» aparece como el vínculo de unión entre el Nuevo y el Antiguo Testamento.
¿A QUÉ NOS COMPROMETE la PALABRA?
No sólo recordamos un hecho
pasado y ya lejano sino que vivimos un acontecimiento actual. La Iglesia vive
en ese hoy perpetuo. Siempre es Pentecostés. Abramos nuestro corazón, nuestros
hogares y comunidades, la sociedad en que vivimos a esta venida del Espíritu de
Jesús. La acción del Espíritu Santo en nosotros con frecuencia la entorpecemos
con nuestros pecados personales y sociales. Si hoy no nos entendemos ni incluso
los que hablamos el mismo idioma y hasta decimos profesar una misma fe en
Cristo, ¿no será que estamos ahogando al Espíritu, resistiendo a su influjo
vivificante y unidor, y que, al no dejarnos invadir por El, estamos creando en
nuestro tiempo una Babel de locos? Pentecostés nos compromete a buscar caminos
de entendimiento, a través del diálogo, desarmando los espíritus
Relación con la Eucaristía
Por la acción del Espíritu,
que el Padre derrama sobre los dones de pan y vino que ofrecemos, se hace
realidad el admirable intercambio eucarístico y la transformación admirable e
inexplicable de esos pobres dones humanos en el Cuerpo y la Sangre del señor:
«Te pedimos, Padre, que santifiques, por la efusión de tu Espíritu, estos
dones, de manera que se conviertan para nosotros en el Cuerpo y la sangre de
Jesucristo, Señor nuestro».
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