Rey misericordioso y servicial
A lo largo el año hemos venido
viviendo y celebrando: el tiempo de espera del Redentor (Adviento); el
nacimiento del señor (Navidad); su camino de preparación hacia la Pascua
(Cuaresma); su Pasión, Resurrección y Glorificación (Semana Santa, Pascua, Ascensión,
Pentecostés). Hoy terminamos el Año Litúrgico celebrando a Cristo «Señor y Rey
del universo». No se trata de ninguna «forma política de gobierno», sino del
Reino de Dios instaurado por Jesús y al que le da plenitud: que habita en
nosotros, a pesar de que «no es de este mundo». A Jesús tenemos que bajarlo de
todos los tronos para dejarlo solamente en la Cruz y en la Resurrección a una
Vida Nueva.
LECTURAS:
Daniel 7, 13-14: «Su reino no
acabará»
Salmo 93(92): «El Señor reina,
vestido de majestad»
Apocalipsis 1, 5-8: «A
Jesucristo, el Testigo fiel, la gloria y el poder por los siglos de los siglos»
San Juan 18. 33-37: «Tú lo
dices: Soy rey»
No es de este mundo
Afirmar que «el reino de
Cristo no es de aquí» es decir que sus características son la verdad, el
servicio y el amor. Si la Iglesia quiere visibilizar la realeza de Cristo lo
tendrá que hacer de esta manera. Celebrar a Cristo Rey es traer a la vida su
acción salvadora. El es un rey muy distinto de como son los reyes humanos: su
palacio es el universo, su poder es el amor, sus súbditos son todos los hombres
y mujeres de la historia por quienes se ha entregado hasta la muerte. Su Reino
abarca todo lo creado. La muerte no lo amenaza pues al resucitar entró
encarnado en la vida de Dios que es eterna.
Nos servimos de la imagen del
Rey para expresar su ser divino al servicio del hombre. Ese Rey es el que lava
los pies de los discípulos, el que acoge a los pequeños, el que sirve a los
enfermos, el que ama a los pobres habiendo compartido con ellos la vida y su trabajo.
La fuerza de su acción está en ese contraste entre el poder que le asiste como
a Dios y la humildad de que se reviste como hombre, obediente hasta la muerte y
muerte de cruz. Durante mucho tiempo la fiesta de Cristo Rey ha estado cargada
de acentos triunfalistas. La realeza de Cristo se ha pretendido visibilizar en
el mundo y en la Iglesia por la pompa, el poder. Sin embargo estas
características son las propias de los reinos de aquí abajo. Abandonar los
triunfalismos exige como primer paso el reconocimiento de que somos pecadores.
Y lo somos porque hemos colocado realidades que no son Cristo, en su lugar. Y
por ello hemos prostituido nuestras relaciones con Dios. Pero Dios siempre perdona
a quien se reconoce pecador. La Palabra de Dios nos dice que Cristo es el Señor.
Que únicamente esto, asegura la libertad, la convivencia, la construcción de un
mundo de verdad, de justicia, de amor y de paz.
Jesús Rey mártir
«He venido para dar testimonio
de la verdad», dice Jesús, usando un término muy fuerte, que contiene en sí el
significado de martirio, en griego (marturh,sw = «martyreso», es decir,
testimoniar: es lo que hace el mártir por le FE). El testigo es un mártir, el
que afirma con la vida, con la sangre, con todo lo que es y lo que tiene, la
verdad en la cree. Jesús atestigua la verdad, que es la Palabra del Padre («Tu
Palabra es verdad»: y por esta Palabra
Él da la vida. Vida por vida, Palabra por Palabra, amor por amor. Jesús es «el
Amén, el Testigo fiel y veraz, el Principio de la creación de Dios»; en Él
existe sólo el Sí, por siempre y desde siempre y en este Sí, nos ofrece toda la
verdad del Padre, de sí mismo, del Espíritu y en esta verdad, en esta luz, Él
hace de nosotros su reino.
El «drama» de la FE: llamados
a «escuchar» a Cristo
Y es aquí donde reside el
dramatismo de la escena: Pilato podía haberse «abierto» a esta dimensión de la
fe, pero se recluye en su posición de poder político-terrenal, encerrándose
cerrilmente en su «increencia», como los judíos (importante: los judíos de ningún modo pisan el tribunal en
la casa del gobernador pagano...).
El acontecimiento de la
revelación tiene lugar al dar Jesús testimonio de la verdad: en Jesús
«experimenta » el creyente la revelación personal de Dios. El, Jesús, descubre
el misterio de Dios; Él lo hace paternal a través de su encarnación humana. Y
todo aquel que escucha y no se cierra a la revelación de Dios en Jesús, será aceptado
por la experiencia de la fe (conocimiento de la verdad) en una corriente de relación
viva con Dios, por Jesucristo vivo, actual y actuante hoy en la Iglesia.
Esperanza combativa y operante
Efectivamente Cristo es el
Señor y el centro del Universo. Su Resurrección lo ha convertido en el
primogénito de entre los muertos. El es el punto Omega al que converge toda la
creación y en el que toda la historia humana encontrará un final digno y
glorioso. En él está nuestra garantía y él es de donde arranca la fuerza de
nuestra esperanza. Pero nuestra esperanza es combativa y operante. Todavía no
ha llegado a su plenitud el Reino de Cristo. La verdad, la justicia, el amor y
la paz no son las características de este mundo. La obra de Cristo está
inacabada. Por culpa del poder todavía hoy se pasa hambre y sed. Se vive
explotado, aniquilado, esclavo. El Hijo del Hombre, el Señor se hace presente
en el mundo de los marginados, oprimidos, humillados, empequeñecidos, en los
pobres porque se identifica con ellos. Liberar al hombre de su opresión es
creer firmemente que Cristo es el Señor. Asumir la tarea de desmontar los
ídolos, los falsos dioses, es ejercitar la esperanza. Esto no se hace sin
riesgo y sin cruz. Pero, el cristiano asume su tarea con espíritu profético,
con talante de apóstol. La seguridad de Cristo le lleva a vivir las
tribulaciones que le acarreará el testimonio de la verdad con alegría. Porque
sabe que él no es mayor que su Maestro y que identificarse con El significa identificarse
radicalmente con su cruz.
Relación con la Eucaristía
Los que participamos en la
Eucaristía queremos participar también en la extensión de su Reino de justicia,
de amor y de paz.
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